A continuación la versión digital publicada con fecha 11 para aquellos que no frecuentan la edición impresa y fotogalería
Iban juntos: el rock & roll y el automóvil. En la década de los cincuenta, el coche era la columna vertebral de la industria estadounidense. Había transformado el modo de vida y hasta el concepto de ciudad, con la dispersión de la clase media en suburbios de casas unifamiliares. Hoy conocemos las consecuencias: degradación de los barrios urbanos, contaminación, aumento de la obesidad.
Pero esas eran preocupaciones para un futuro lejano: los rebeldes del rock & roll no se planteaban cuestiones de desigualdades sociales, problemas medioambientales o de salud. El coche representaba el primer paso para la emancipación, la posibilidad de ligar, la materialización de una libertad reprimida por los adultos. Un asunto serio, incluso en canciones humorísticas: en ‘Summertime Blues’ (1958), uno de los conflictos del protagonista deriva de la prohibición paterna de utilizar el coche.
Sería una cantera inagotable, especialmente durante los cincuenta y principios de los años sesenta. Abundan las antologías panorámicas y tal vez la más accesible en Europa sea Crazy ‘bout an Automobile, editada por Ace Records. Contiene lo que muchos consideran el anticipo del rock & roll: de 1951, ‘Rocket 88’, atribuido a Jackie Brenston & His Delta Cats (en realidad, Ike Turner y su banda). Son 25 artistas, incluyendo a Chuck Berry.
Berry tuvo su primer éxito con ‘Maybellene’ (1955): “As I was motorvatin’ over the hill / I saw Maybellene in a Coup de Ville / a Cadillac a-rollin’ on the open road / nothin’ will outrun my V8 Ford”. Atención: dos coches y un verbo propio, to motorvate, para designar el conducir por placer, sin ningún objetivo. Hasta que Maybellene aparece con ese Cadillac que sugiere un superior origen social. Chuck pisa el acelerador e intenta alcanzarla ya que duda de su fidelidad; la mujer motorizada ha adquirido independencia sexual.
El productor, Leonard Chess, no captó esa densidad argumental; sencillamente, atendía a la demanda de un naciente mercado: “Los chicos querían un ritmo fuerte, coches y amor juvenil”. Pero resultó ser la piedra fundamental de la mitología del rock and roll, en la que Chuck Berry fue lo más parecido a un poeta.
Que conste que el músico del siglo XX no siempre soñó con coches. El tren fue esencial para la difusión de la música hillbilly, el blues, el jazz. El ferrocarril traía una prosperidad teórica y la posibilidad real de huir, desde el sur rural y segregado hasta el norte urbano e industrializado, con sus ofertas de trabajo bien remunerado. Todos los artistas tenían al menos una canción sobre trenes —busquen las cuidadas antologías del sello Rounder— y era obligación de los armonicistas imitar a las locomotoras.
La idea del transporte colectivo fue abandonada en posguerra: un tejido industrial hormonado por el esfuerzo bélico se volcó en la producción de coches de exuberantes carrocerías y motores poderosos. Y Detroit se transformó en el corazón del sueño americano. Curioso: la gran discográfica local, Motown Records, no facturó demasiadas canciones automovilísticas. Una decisión de su fundador, Berry Gordy Jr., que ordenó a sus letristas centrarse en lo más universal: los sentimientos amorosos; las referencias al entorno, a las preferencias de consumo podían resultar excluyentes.
Gordy vendía “the sound of young America”: rechazaba la segmentación por razas, clases o tribus urbanas. Ciertamente, el coche generaba subculturas. En el sur de California, prendieron los hot rods: autos tuneados para un clima amable y mayores velocidades. Los Beach Boys y sus colegas del sonido surf pusieron fondo a ese anhelo; luego negarían haberse comprometido con semejantes banalidades, pero hay colecciones como Greatest Car Songs que juntan las vibrantes canciones motorizadas que llevan la firma de Brian Wilson.
Los lowriders encarnaban otra pasión californiana: creaciones de chicanos que modificaban la suspensión hasta que sus coches, pintados con colores eléctricos, parecían bailar al capricho de sus conductores. Audaces en el uso de su sistema hidráulico, sus propietarios iban a lo seguro en cuestiones musicales: doo wop, soul sedoso, rock chicano. Hasta la aparición del grupo War no hubo canciones específicas que reflejaran semejante empeño proletario.
Capítulo aparte merecen los coleccionistas de classic cars, una especie relativamente común entre figuras del rock que crecieron mirando a Estados Unidos y su cultura popular. Jeff Beck fue seguramente el más dotado de los guitarristas ingleses surgidos en los sesenta: la leyenda negra dice que descuidó su música en momentos cruciales, consagrado a la puesta a punto de los vintage cars que iba comprando.
Nacido en Toronto en 1945, Neil Young pertenece a esa afortunada generación que ha vivido en primera fila los 60 años de evolución del rock, comenzando con la eclosión de Elvis Presley. Su amor por los coches clásicos contiene elementos de carencia y envidia: la industria automovilística en Canadá estaba protegida por altos aranceles, lo que convertía a los modelos made in USA en rarezas y objetos del deseo.
El segundo libro autobiográfico de Neil se titula Special Deluxe: Mi vida al volante (Malpaso Ediciones). No existe nada parecido en la desbordante bibliografía del rock: 70 años contados a través de los automóviles. Como en todo lo firmado por Neil Young, urge decidir si se trata de una obra sólida o si estamos ante un capricho aberrante, fruto de esos empecinamientos que caracterizan al personaje. Diría que se salva por los pelos: uno extrae un retrato razonable de Neil y sus motivaciones; cosa nada frecuente, hasta explica el sentido de muchas de sus canciones.
Imaginen: alguien enamorado de los más aparatosos productos de Detroit se traslada a EE UU y descubre que están a la venta por cantidades ridículas. No siempre son víctimas de la obsolescencia planificada: sufren la presión comercial que empuja a adquirir el “coche del año”. Con un rancho a su disposición, tiene espacio para acumular una flota de haigas. Es su restauración lo que convierte su coleccionismo en capricho de millonario.
Mi vida al volante es finalmente una historia de redención. Una amiga de su hija le acusa de hipocresía: a pesar de sus mensajes ecológicos, conduce monstruos que expulsan toneladas de dióxido de carbono. Young decide predicar con el ejemplo: transformar su Lincoln Continental de 1959 en un vehículo híbrido, movido por electricidad y biocarburante. La crónica del empeño contiene suficiente material para una comedia tipo Cheech & Chong.
En algún momento, asume la realidad: un hippy nada puede contra los lobbies del petróleo y la industria automotriz. Y termina reivindicando a Henry Ford: su Ford T funcionaba con gasolina, queroseno y etanol; también fue pionero en experimentar con coches eléctricos y carrocerías derivadas del cáñamo índico. A pesar de su antisemitismo, decide Neil, Ford es uno de los padres secretos del rock & roll.
Pero esas eran preocupaciones para un futuro lejano: los rebeldes del rock & roll no se planteaban cuestiones de desigualdades sociales, problemas medioambientales o de salud. El coche representaba el primer paso para la emancipación, la posibilidad de ligar, la materialización de una libertad reprimida por los adultos. Un asunto serio, incluso en canciones humorísticas: en ‘Summertime Blues’ (1958), uno de los conflictos del protagonista deriva de la prohibición paterna de utilizar el coche.
Sería una cantera inagotable, especialmente durante los cincuenta y principios de los años sesenta. Abundan las antologías panorámicas y tal vez la más accesible en Europa sea Crazy ‘bout an Automobile, editada por Ace Records. Contiene lo que muchos consideran el anticipo del rock & roll: de 1951, ‘Rocket 88’, atribuido a Jackie Brenston & His Delta Cats (en realidad, Ike Turner y su banda). Son 25 artistas, incluyendo a Chuck Berry.
Berry tuvo su primer éxito con ‘Maybellene’ (1955): “As I was motorvatin’ over the hill / I saw Maybellene in a Coup de Ville / a Cadillac a-rollin’ on the open road / nothin’ will outrun my V8 Ford”. Atención: dos coches y un verbo propio, to motorvate, para designar el conducir por placer, sin ningún objetivo. Hasta que Maybellene aparece con ese Cadillac que sugiere un superior origen social. Chuck pisa el acelerador e intenta alcanzarla ya que duda de su fidelidad; la mujer motorizada ha adquirido independencia sexual.
El productor, Leonard Chess, no captó esa densidad argumental; sencillamente, atendía a la demanda de un naciente mercado: “Los chicos querían un ritmo fuerte, coches y amor juvenil”. Pero resultó ser la piedra fundamental de la mitología del rock and roll, en la que Chuck Berry fue lo más parecido a un poeta.
Que conste que el músico del siglo XX no siempre soñó con coches. El tren fue esencial para la difusión de la música hillbilly, el blues, el jazz. El ferrocarril traía una prosperidad teórica y la posibilidad real de huir, desde el sur rural y segregado hasta el norte urbano e industrializado, con sus ofertas de trabajo bien remunerado. Todos los artistas tenían al menos una canción sobre trenes —busquen las cuidadas antologías del sello Rounder— y era obligación de los armonicistas imitar a las locomotoras.
La idea del transporte colectivo fue abandonada en posguerra: un tejido industrial hormonado por el esfuerzo bélico se volcó en la producción de coches de exuberantes carrocerías y motores poderosos. Y Detroit se transformó en el corazón del sueño americano. Curioso: la gran discográfica local, Motown Records, no facturó demasiadas canciones automovilísticas. Una decisión de su fundador, Berry Gordy Jr., que ordenó a sus letristas centrarse en lo más universal: los sentimientos amorosos; las referencias al entorno, a las preferencias de consumo podían resultar excluyentes.
Gordy vendía “the sound of young America”: rechazaba la segmentación por razas, clases o tribus urbanas. Ciertamente, el coche generaba subculturas. En el sur de California, prendieron los hot rods: autos tuneados para un clima amable y mayores velocidades. Los Beach Boys y sus colegas del sonido surf pusieron fondo a ese anhelo; luego negarían haberse comprometido con semejantes banalidades, pero hay colecciones como Greatest Car Songs que juntan las vibrantes canciones motorizadas que llevan la firma de Brian Wilson.
Los lowriders encarnaban otra pasión californiana: creaciones de chicanos que modificaban la suspensión hasta que sus coches, pintados con colores eléctricos, parecían bailar al capricho de sus conductores. Audaces en el uso de su sistema hidráulico, sus propietarios iban a lo seguro en cuestiones musicales: doo wop, soul sedoso, rock chicano. Hasta la aparición del grupo War no hubo canciones específicas que reflejaran semejante empeño proletario.
Capítulo aparte merecen los coleccionistas de classic cars, una especie relativamente común entre figuras del rock que crecieron mirando a Estados Unidos y su cultura popular. Jeff Beck fue seguramente el más dotado de los guitarristas ingleses surgidos en los sesenta: la leyenda negra dice que descuidó su música en momentos cruciales, consagrado a la puesta a punto de los vintage cars que iba comprando.
Nacido en Toronto en 1945, Neil Young pertenece a esa afortunada generación que ha vivido en primera fila los 60 años de evolución del rock, comenzando con la eclosión de Elvis Presley. Su amor por los coches clásicos contiene elementos de carencia y envidia: la industria automovilística en Canadá estaba protegida por altos aranceles, lo que convertía a los modelos made in USA en rarezas y objetos del deseo.
El segundo libro autobiográfico de Neil se titula Special Deluxe: Mi vida al volante (Malpaso Ediciones). No existe nada parecido en la desbordante bibliografía del rock: 70 años contados a través de los automóviles. Como en todo lo firmado por Neil Young, urge decidir si se trata de una obra sólida o si estamos ante un capricho aberrante, fruto de esos empecinamientos que caracterizan al personaje. Diría que se salva por los pelos: uno extrae un retrato razonable de Neil y sus motivaciones; cosa nada frecuente, hasta explica el sentido de muchas de sus canciones.
Imaginen: alguien enamorado de los más aparatosos productos de Detroit se traslada a EE UU y descubre que están a la venta por cantidades ridículas. No siempre son víctimas de la obsolescencia planificada: sufren la presión comercial que empuja a adquirir el “coche del año”. Con un rancho a su disposición, tiene espacio para acumular una flota de haigas. Es su restauración lo que convierte su coleccionismo en capricho de millonario.
Mi vida al volante es finalmente una historia de redención. Una amiga de su hija le acusa de hipocresía: a pesar de sus mensajes ecológicos, conduce monstruos que expulsan toneladas de dióxido de carbono. Young decide predicar con el ejemplo: transformar su Lincoln Continental de 1959 en un vehículo híbrido, movido por electricidad y biocarburante. La crónica del empeño contiene suficiente material para una comedia tipo Cheech & Chong.
En algún momento, asume la realidad: un hippy nada puede contra los lobbies del petróleo y la industria automotriz. Y termina reivindicando a Henry Ford: su Ford T funcionaba con gasolina, queroseno y etanol; también fue pionero en experimentar con coches eléctricos y carrocerías derivadas del cáñamo índico. A pesar de su antisemitismo, decide Neil, Ford es uno de los padres secretos del rock & roll.
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