A sus 70 años, hay algo asombrosamente taciturno pero al mismo tiempo inspirador en Neil Young. Con su pinta de ranchero vagabundo, es como si hubiese hecho toda una actitud vital de su verso más famoso, aquel que Kurt Cobain dejó escrito en su carta de despedida antes de suicidarse y que se recoge en la canción Hey Hey, My My (Into the Black), “es mejor arder que apagarse lentamente”. Young, también conocido como Caballo loco, arde por los cuatro costados.
Subido a un escenario, publicando discos todos los años, sacando libros de memorias, inmerso en distintas cruzadas políticas o sociales (desde su lucha contra Bush a su defensa del coche eléctrico o su boicot contra Starbucks) o incluso dando un giro a su vida sentimental, el músico canadiense parece muy lejos de apagarse. Pero hay algo más importante: combate como pocos el anquilosamiento. El viejo Neil es como un chaval irreverente pero seguro de sí mismo, que no le importa ser contradictorio, al que si le dicen siéntate se pone de pie, que vive dedicado en cuerpo y alma a su música, haciendo pedazos cualquier tópico, aniquilando el icono de estrella de la música popular que es pero alimentando la gigantesca figura que supone para la cultura contemporánea.
Es de una vitalidad contagiosa. A diferencia de otras estrellonas de generación, digamos nombres como Elton John o Billy Joel, el músico no quiere vivir de las rentas. Tampoco muestra ni un solo atisbo de convertirse en una leyenda de marfil y oro como Van Morrison, que visitó estos días España y que está empeñado en ser un artista vip, exclusivo y alejado del pulso actual. Pese a su condición de rockero que nunca muere, Neil Young tampoco juega ser un Rolling Stone, una pantomima de perfecta ejecución, ni un Bruce Springsteen, acaparando portadas de todos los medios con cierto aire mesiánico. Casi parece una extraña conjunción entre Bob Dylan y Tow Waits. La rara simbiosis entre esa necesidad de carretera y sentirse vivo con la música del primero, mostrando sin disimulo todas sus obsesiones, carencias y virtudes no solo en discos de ahora sino también abriendo sus antiguos archivos sonoros, y esa locura interna que parece dominar su arte del segundo, aunque en el caso de Young no parece tan estudiada como la de Waits.
Pero Neil Young es Neil Young, sin necesidad de las odiosas comparaciones. Nada en él es producto de una campaña de marketing ni un estudio de sí mismo para hacerse una personalidad más atractiva. Como su actual música, vibrante y urgente en ese desbocamiento eléctrico, es algo tan volátil como explosivo. Tras superar un aneurisma cerebral hace casi una década, Young se lanzó de lleno, más si cabía, a la música, a los escenarios, a la actividad, a no estarse quieto. Esto se ve reflejado en sus álbumes desde Living with War, publicado en 2006 como una respuesta acelerada y corrosiva contra la paranoia belicista del Gobierno de George W. Bush.
De hecho, sus últimos trabajos, empezando por el más reciente The Monsanto Years y pasando por Storytone, Psychedelic Pill, Americana, Le Noise o Fork in the Road, pecan de falta de una mejor producción. En algunos pasajes de ellos, es hasta preocupante ver el resultado final, como si nadie controlase el producto, llevando canciones a una crudeza extrema de distorsión o derroche sonoro, con un método de obra de garaje que, si bien tiene mucho de romántico y batallador, adolece de auténtica calidad sonora. Cierto que mola ver a Young reuniéndose con sus colegas de banda para mostrar que se lo pasan bien o pueden ponerse a disparar canciones como forajidos al entrar al fuerte a por los rehenes, pero al final algo del mejor Young, autor de Harvest, Zuma o Ragged Glory, se queda por el camino.
Esto parece indicar una cosa: a su edad, a Neil Young le importa un rábano hacer obras maestras, discos para la posteridad y mucho menos que ese rábano le importa que su música sea vendible, suene en las radios o lo que demonios desearía el tipo con traje y corbata de la discográfica. A su manera, Neil Young quiere arder. Al igual que sus dos libros de memorias, El sueño de un hippie y Special Deluxe. Mi vida la volante, son fragmentos desordenados de su vida, diarios personales llenos de caos y obsesiones como las de los coches, los perros o el sonido (decidió hace poco quitar sus canciones de Spotify y ha desarrollado su propio reproductor musical llamado Pono), haciéndose lecturas nada accesibles, incluso en según qué momentos verdaderamente pesadas, el músico muestra un fuego incontrolable, una llama tan viva como imprevisible. Puedes pensar que está loco pero jamás te dará por pensar que es un trozo de madera, inmóvil, insulso, destinado a convertirse en serrín.
A sus 70 años, Neil Young es un enorme fuego que no se apaga. Con sus greñas canosas y su sonrisa rota, nada le ata y todo parece posible en él por contradictorio e inverosímil que sea. Como dice en la primera frase del prólogo del segundo volumen de sus memorias, Special Deluxe. Mi vida la volante: “He aquí la historia de la orgullosa autopista de las dudas”. Ojalá podamos muchos años más recorrer esa fascinante autopista con él, mientras sigue resonando con fiereza en el reproductor y en nuestras cabezas el verso que mejor le define: “Es mejor arder que apagarse lentamente”.
Fernando Navarro | 12 de noviembre de 2015
Es de una vitalidad contagiosa. A diferencia de otras estrellonas de generación, digamos nombres como Elton John o Billy Joel, el músico no quiere vivir de las rentas. Tampoco muestra ni un solo atisbo de convertirse en una leyenda de marfil y oro como Van Morrison, que visitó estos días España y que está empeñado en ser un artista vip, exclusivo y alejado del pulso actual. Pese a su condición de rockero que nunca muere, Neil Young tampoco juega ser un Rolling Stone, una pantomima de perfecta ejecución, ni un Bruce Springsteen, acaparando portadas de todos los medios con cierto aire mesiánico. Casi parece una extraña conjunción entre Bob Dylan y Tow Waits. La rara simbiosis entre esa necesidad de carretera y sentirse vivo con la música del primero, mostrando sin disimulo todas sus obsesiones, carencias y virtudes no solo en discos de ahora sino también abriendo sus antiguos archivos sonoros, y esa locura interna que parece dominar su arte del segundo, aunque en el caso de Young no parece tan estudiada como la de Waits.
Pero Neil Young es Neil Young, sin necesidad de las odiosas comparaciones. Nada en él es producto de una campaña de marketing ni un estudio de sí mismo para hacerse una personalidad más atractiva. Como su actual música, vibrante y urgente en ese desbocamiento eléctrico, es algo tan volátil como explosivo. Tras superar un aneurisma cerebral hace casi una década, Young se lanzó de lleno, más si cabía, a la música, a los escenarios, a la actividad, a no estarse quieto. Esto se ve reflejado en sus álbumes desde Living with War, publicado en 2006 como una respuesta acelerada y corrosiva contra la paranoia belicista del Gobierno de George W. Bush.
De hecho, sus últimos trabajos, empezando por el más reciente The Monsanto Years y pasando por Storytone, Psychedelic Pill, Americana, Le Noise o Fork in the Road, pecan de falta de una mejor producción. En algunos pasajes de ellos, es hasta preocupante ver el resultado final, como si nadie controlase el producto, llevando canciones a una crudeza extrema de distorsión o derroche sonoro, con un método de obra de garaje que, si bien tiene mucho de romántico y batallador, adolece de auténtica calidad sonora. Cierto que mola ver a Young reuniéndose con sus colegas de banda para mostrar que se lo pasan bien o pueden ponerse a disparar canciones como forajidos al entrar al fuerte a por los rehenes, pero al final algo del mejor Young, autor de Harvest, Zuma o Ragged Glory, se queda por el camino.
Esto parece indicar una cosa: a su edad, a Neil Young le importa un rábano hacer obras maestras, discos para la posteridad y mucho menos que ese rábano le importa que su música sea vendible, suene en las radios o lo que demonios desearía el tipo con traje y corbata de la discográfica. A su manera, Neil Young quiere arder. Al igual que sus dos libros de memorias, El sueño de un hippie y Special Deluxe. Mi vida la volante, son fragmentos desordenados de su vida, diarios personales llenos de caos y obsesiones como las de los coches, los perros o el sonido (decidió hace poco quitar sus canciones de Spotify y ha desarrollado su propio reproductor musical llamado Pono), haciéndose lecturas nada accesibles, incluso en según qué momentos verdaderamente pesadas, el músico muestra un fuego incontrolable, una llama tan viva como imprevisible. Puedes pensar que está loco pero jamás te dará por pensar que es un trozo de madera, inmóvil, insulso, destinado a convertirse en serrín.
A sus 70 años, Neil Young es un enorme fuego que no se apaga. Con sus greñas canosas y su sonrisa rota, nada le ata y todo parece posible en él por contradictorio e inverosímil que sea. Como dice en la primera frase del prólogo del segundo volumen de sus memorias, Special Deluxe. Mi vida la volante: “He aquí la historia de la orgullosa autopista de las dudas”. Ojalá podamos muchos años más recorrer esa fascinante autopista con él, mientras sigue resonando con fiereza en el reproductor y en nuestras cabezas el verso que mejor le define: “Es mejor arder que apagarse lentamente”.
Fernando Navarro | 12 de noviembre de 2015
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